Los diseñadores, como si fuéramos el jamón dentro de un sándwich, hemos aprendido a que exista el pan arriba y abajo, a lidiar con la lechuga, el jitomate y la mayonesa para que nuestro sabor no desaparezca y continúe siendo el centro que aporta proteína.

Valga esta comparación como lo primero que viene a mi mente cuando debemos establecer relaciones de trabajo fructíferas con el pan de arriba, los clientes: el departamento de mercadotecnia, de compras o simplemente nuestro jefe; y el pan de abajo, los proveedores: la cadena productiva que da seguimiento a nuestra labor, esencialmente la imprenta, programador y producción en general.

Como si fuéramos unos novatos, uno tarda años —y a veces décadas— en entender cuál es el papel que debemos jugar con respecto a la relación con los clientes y proveedores. Asumimos nuestra labor como una esponja que debe absorber todo el tiempo que se ha comido el cliente, sin atrasarnos en fechas de entrega para que los proyectos comiencen a producirse. Imponer límites a los clientes finales a veces nos lleva a disfrazarnos de intolerantes o poco comprensivos, siempre y cuando el tema del tiempo sea negociable, ya que en muchos casos, se vuelve un tema ineludible. No hay manera de negociar más tiempo, especialmente si nuestro diseño es parte de una campaña de publicidad o de alguna promoción que lleve el tiempo atado de forma inseparable. A nadie le funciona una promoción del Mundial una vez que terminó, o una postal navideña que llegue el enero.

Pero regreso al tema, nuestra novatez queda expuesta mientras descubrimos un elemento que no siempre consideramos o aplicamos de la manera adecuada: el servicio al cliente.

En estos tiempos posmodernos, en los que el cliente siempre tiene la razón, debemos poner nuestra mejor cara no solo al momento del acercamiento, la negociación y la aprobación de un proyecto, sino durante todo el proceso. Somos víctimas de no tender una línea clara que separa nuestras obligaciones contra la de nuestros clientes y terminamos concediendo razones que muchas veces no tienen cabida. Frases como «al rato te mando los cambios» que se convierten en al día siguiente o un par de días después, terminan por descomponer nuestro calendario perfecto de trabajo y atención al cliente, y terminamos robando tiempo al siguiente proyecto y recibiendo la culpa de por qué no entregamos dentro del periodo pactado.

Hace tiempo, en la empresa donde trabajo mandamos a programar un sitio web. No era un proyecto chico, y yo —en mi carácter de cliente—, asumí el dedicarles un buen espacio dentro de mi agenda para explicar el proyecto, más algunas horas extra para resolver dudas y afinar detalles antes de comenzar la programación. En el contrato venía un apartado bastante claro sobre cuáles eran mis responsabilidades como cliente, estableciendo una pena por «retraso en la entrega de información y suministros gráficos». Mientras leía la cláusula, poco a poco caía en cuenta que al estar constantemente del otro lado, me volvía un papá consentidor que solo estaría con su hijo para jugar, sin ninguna responsabilidad. Dejar el proyecto en sus manos y que me lo entreguen cuando ya esté listo para usarse.

Pocas veces había tenido que involucrarme en las profundidades de un proyecto tan grande, que a veces sentía que le estaba dedicando casi el mismo tiempo que el programador para tomar decisiones pequeñas, enviar diseños, resolver dudas de identidad gráfica, revisar la experiencia de usuario, redactar textos y un sinfín de tareas que cualquier universitario en fechas de entrega se me quedaría corto.

Finalmente, la reflexión por mi parte fue que ese mismo nivel de involucramiento es requerido por parte de nuestros clientes, que muchas veces ellos están dispuestos a jugar una parte más activa en los desarrollos y que eso nos ayudaría a lograr un resultado —no garantizando que tendrá pocas correcciones—, sino con menos sorpresas en las entregas parciales, que el resultado final será una complicidad cliente-diseñador más cercana a una relación sentimental.

Los clientes deben estar tan involucrados en sus proyectos como nosotros, y que seamos una parte del proceso no delimita un área que solamente nos corresponde, sin que el cliente tenga derecho de participación. Encontrar el balance correcto de hasta qué punto el cliente infiere en el diseño es debatible, pero su participación, innegable. En la próxima entrega: el pan de abajo.

Design Lifer
Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.