Cuando pienso en alguien perfeccionista son muchos los nombres que me vienen a la cabeza. Pienso en John Baskerville, que en 1754 diseñó un tipo de letra que ponía a prueba los estándares de producción de la época. Así que junto con los tipos fundidos, debió también configurar su propia tinta y un proceso de planchado para que el papel quedara perfectamente liso, sin la geografía que marca la tinta húmeda y lo deforma.

Pienso en Steve Jobs, cuyo pensamiento vanguardista iba más allá de lo que las mismas palabras podrían expresar. Su frustración se transformaba en ira con sus trabajadores o en tener su casa vacía porque ningún mueble le llenaba los ojos. Pienso en aquel profesor que desarrolla sus propios materiales para su clase porque solo él sabe la mejor forma de impartir su cátedra, aunque deba dedicarle una cantidad impresionante de horas fuera de paga.

Como hilo de media me puedo seguir pensando en ejemplos de personajes en busca de la perfección. Lamentablemente, a la inversa, la mediocridad es la reinante cuando buscamos el promedio de la sociedad, muchas veces por incapacidad, por apatía o simplemente porque es el estándar más cómodo para ir por la vida.

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Aquí un ejemplo: mi casa está situada en una calle con una empinada muy pronunciada. Siempre que llego debo acomodar el auto de tal de forma que no estorbe, que no quede en riesgo de que le gane el peso y se vaya cuesta abajo en lo que quito el candado, corro la trabe de seguridad y abro los dos portones. Me subo de nuevo al auto, lo estaciono y debo repetir el mismo proceso a la inversa, hasta que la puerta quede correctamente asegurada.

Un proceso que si tuviera que hacerlo una vez por semana no representa ningún problema, pero todos los días, y en algunas ocasiones más de una vez es un acto sumamente tedioso. Podría arreglarse sin problema con un portero eléctrico y un control remoto. Así, en días lluviosos, de extremo frío o en el ámbito de inseguridad de la calle misma, esto sería minimizado. ¿Cuándo decidí poner un portero automático? En el momento en que me harté de repetirlo una y otra vez, cuando el costo fue superado por las ganas de hacer el proceso de entrar a la casa con mayor rapidez y eficiencia.

Podemos pensar en miles de ejemplos así. Cuando debo rotular invitaciones, no me gusta trazar una línea a lápiz, así que desarrollé un método que tiraba un hilo un centímetro abajo de donde debía escribir, lo cual me llevó a optimizar el método de escribir sobre líneas imaginarias para que los nombres en los sobres no se cayeran ni quedaran desalineados.

Pero la experiencia más prominente que puedo compartir, fue cuando trabajaba en una cadena de supermercados haciendo toda su publicidad. Siempre he odiado salir tarde del trabajo, soy de los que creo que cada minuto fuera de tu horario en la oficina se te resta al doble en tu ánimo y energía. Sólo que a veces mi carga de trabajo me exigía no ver la luz del día una vez que terminaba mi jornada. Quizá lo que más odiaba era no tener control sobre mis tareas.

Me chocaban aquellas juntas del departamento de compras que terminaban los viernes a las 5:00 de la tarde, justo a la hora de salida, porque salía mi jefe con una caprichosa lista de ideas que había implementar para que quedaran el lunes a primera hora. En la mayoría de los casos, nunca prosperaban, sepultada entre el olvido de los acuerdos y la necesidad de reaccionar ante algún imprevisto que sucediera el fin de semana.

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Lo que hice fue aprender a trabajar rápido. Buscar la forma desde que mi computadora prendiera más rápido (antes eso le lograba no cargando tantas fuentes y que todos los programas se cargaran desde un principio), creando procesos para capturar la información, usar fotos en baja resolución para que los archivos no pesaran y creando plantillas. Logré ahorrar tiempo hasta un 50% de lo que se tardaban mis compañeros en armar las mismas piezas. Mi recompensa era salir a las 5:00 de la tarde, ante la mirada dudosa de mi jefe si en verdad mi trabajo estaría bien realizado, ante las burlas de mis compañeros que me gritaban “¡Parcial!” —nunca entendí bien la relación de esa palabra como despectivo, quizá se referían a que mi horario de trabajo no era completo—. Una vez mi jefe me encaró cuando me despedí de él:

—¿Por qué siempre te vas a tu hora?

(¿Por qué no?), pensaba contestándole que mi trabajo ya estaba terminado. —Me puedes reclamar cuando deje pendientes, cuando me vaya y el trabajo no haya quedado terminado.

Corrí el riesgo de contestarle y no permitir argumentación de su parte, pero nunca más me volvió a cuestionar el tema.

Desde ese entonces creo firmemente que la gran mayoría de los trabajos pueden solucionarse trabajando ocho horas efectivas de lunes a viernes, incluso con tiempo para aplicar el «viernes chilango», como les dicen los del norte a tomarse la tarde antes del fin de semana.

Y no solo hablando de horarios, buscar la excelencia en lo que hacemos es una tarea en sí, que requiere desarrollar un proceso intelectual para encontrar las áreas de oportunidad; requiere de un temperamento firme para imponer estos procesos, cuando nadie más lo está haciendo; requiere de iniciativa, porque difícilmente te pagarán por ello; requiere persistencia, para que el mismo proceso se va afinando con el tiempo y la repetición.

Creo que (casi) todos los seres humanos tenemos estas capacidades, pero sólo muy pocos se deciden por aplicarlas en tareas útiles que nos ayuden a mejorar no sólo en el tiempo de ejecución de tareas, sino en obtener mejores ventas, diseños de vanguardia, cómo hacer que tu cliente se sienta único cuando le presentas un proyecto, pero de ello hablaremos posteriormente.

Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.